Feb
07
2018
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By editor
En el verano de 1996, con apenas 17 años, dejó su casa en la pequeña localidad de General Cabrera, en Córdoba. Pablo Guiñazú soñaba en grande. Sus condiciones lo avalaban: a los 14 ya había debutado en la primera de Acción Juvenil, en la Liga de Río Cuarto. Y uno de los semilleros más notables del fútbol argentino, Newell’s, había echado un ojo en ese zurdo que se movía como enganche. Un reclutador llegó a su casa, preguntó por sus padres y les dijeron que lo habían estado observando: “¿Se anima a una prueba?”, fue la consulta. Sus ojos se iluminaron. Rosario fue el destino de un futbolista que inmediatamente apareció en la primera de la Lepra e inició un extenso vuelo que lo trasladó a Italia, Rusia, Paraguay y Brasil para aterrizar finalmente en el Barrio Jardín, ahí donde los hinchas de Talleres lo aman e incluso, a los 39 años, lo piden para la selección nacional, esa camiseta que lo vio vestirse de celeste y blanco en 16 partidos internacionales.
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